Un texto que me gustó mucho y quise compartirlo en este espacio.
Es la hora. El paciente llama a la puerta. Como el cocinero cuelga el delantal en el perchero para recibir visitas, el terapeuta cuelga en el perchero sus problemas personales. Desarrolla la habilidad para dejarlos a un costado, porque quien viene lo necesitará en estado de Atención Plena.
¿Qué encontrará el paciente en un buen terapeuta?
Alguien que desde que asumió su vocación (o desde antes) trabaja todos los días con sus propias emociones, sus propios dolores, sus errores de criterio… Y se empeña en comprender, más allá del entendimiento, tomando lo cotidiano como una escuela.
Alguien que, sí, se ha formado académicamente y en estudios de posgrado, y tiene libros por doquier… Pero que, si es buen terapeuta, sabe que eso no es todo: entrará a la sesión ofrendando a su paciente algo precioso, que es su propio Inconsciente. El Inconsciente del terapeuta funciona como cuando alguien recibe en su vientre la gestación de un hijo ajeno; madurará -con las herramientas que ese terapeuta tenga- la identidad de su paciente: sus dolores, sus relatos oníricos, sus anhelos, sus historias. Cuando se vaya a dormir, el buen terapeuta soñará, no sólo con sus propios asuntos, sino que entre las bambalinas de sus sueños aparecerán respuestas para Juan, para Mariela, para Leonor… Y, lo sepa o no, esa labor nocturna saldrá de su boca con la pregunta justa, el gesto oportuno, la mirada más amplia que su propio Inconsciente le haya provisto el haber amasado esa harina cuya molienda han sido sus horas de consultorio.
Un buen terapeuta a veces oficia de dializador de su paciente (como quien, teniendo insuficiencia renal, se conecta a un aparato que limpiará su organismo) y cuando venga lleno de ira, de dolor, de impotencia, de miedo, el terapeuta le ofrecerá no sólo el respaldo de sus conocimientos (¡necesarios, por cierto!), sino también su propio corazón adolorido, su corazón equivocado, su corazón enmendado, su corazón en vías de desarrollo, como el de cualquiera. Desde su entrenamiento en lidiar con su propio caos, ayuda a poner en orden el caos ajeno. Instala luz donde había penumbrosos pesares. Y cuando se va a su casa, a veces llora. Sí, tengo que decirlo: a veces llora un dolor que no es suyo. Porque ama. Ama a sus pacientes. Ama a los humanos. Y le duele su dolor. Y está bien que así sea. Ni “transferencias” ni “contratransferencias”: es algo más hondo; allí se está a solas con el Misterio de la Vida, siendo nada más que un humanito (así, en diminutivo). Y eso llama al silencio.
Con herramientas de obrero interno trabajará ese pesar ajeno para no cargarlo sobre su propia vida. Porque, así como cuando visualizamos una cascada de agua fresca en un lugar luminoso movilizamos neurotransmisores que generan relajación, expansión y bienestar; el terapeuta visualiza durante muchas horas por día historias de abuso, de maltrato, de pérdidas, de sufrimiento. Deberá autodializarse y pedir ayuda, trabajando a diario para saber, en lo íntimo, que todos somos Uno, pero que cada cual necesita transitar su propia experiencia humana. Que podemos ayudar a otros a vivir su vida, pero la vida misma es del otro: su posibilidad de aprendizajes. Y el progreso de su paciente también le marcará sus días, aumentando su confianza en la vida, alegrándolo, llenándole de ternura la mirada.
No es raro que un buen terapeuta muchas veces no sepa qué hacer ante un paciente. Ésos suelen ser los mejores. Los que todo lo saben suelen andar perdidos en un laberinto de ideas. Pero cuando tenemos al otro a pecho abierto y en carne viva, saber que no sabemos es el principio del acompañar a vivir. Acudirá, entonces, a su modesto tablero de herramientas (pues, como decían por allí, “Quien sólo tiene un martillo tiende a ver todo en términos de clavos”). Aplicará la que su experiencia le diga que es la más útil. Y su propio Inconsciente, además, estará en permanente diálogo con el de su paciente, porque son ambos Inconscientes los que mejor saben hacia dónde hay que ir.
Un buen terapeuta ha de tener una vida sencilla; precisará hacer un voto de coherencia, porque el panadero da el pan, el frutero la fruta, pero el terapeuta se da a sí mismo. Será consciente de cuánto puede y cuánto no. Practicará la modestia de admitir sus limitaciones. Hablará con su paciente en palabras que el otro comprenda. Y será, esencialmente, un ser humano.
Si el paciente le preguntara: “¿Sus padres viven?”, la mayoría de los buenos terapeutas no responderán con otra pregunta, refractando: “¿Y a usted qué le parece?”. Podrá mirar a su paciente a los ojos, y decir, por ejemplo: “Mi padre sí, pero mi madre pasó por el mismo proceso de la tuya; sé lo que se siente como hijo”. El terapeuta anónimo, distante, rigurosamente ignorado por su paciente, pertenece a un paradigma que va quedando atrás. Se necesitan hombres y mujeres valientes que puedan darse a conocer a aquellos que desnudan su alma ante él. Y llegado el final, ambos podrán mirarse frente a frente y darse un abrazo. Porque el buen terapeuta suele abrazar (aunque en la universidad muchos profesores le hayan enseñado que no). Sabe que el abrazo, el mirar a los ojos, el quedar expuesto como humano ante otro humano, no le quita nada, sino que le da. Le da un vínculo entre dos personas que, en medio de esto tan difícil que se llama “vida”, procuran avanzar dignamente, convertir el dolor en lumbre, y desplegar lo replegado para que la Tierra cuente con dos más, capaces de ayudar al Todo.
Cuando le pago a mi terapeuta, ese dinero es un símbolo de valoración no sólo de sus saberes, no sólo de su cerebro entrenado, no sólo de sus supervisiones, sus cursos de posgrado y sus libros. Es un símbolo de que me ha ofrecido una porción de su Inconsciente para que yo pueda desenredar el mío; un símbolo de que en su vientre gestó una porción de mí para que yo pueda seguir gestándome en mi propio vientre invisible.
Eso es un terapeuta: un humanito incompleto que se va completando gracias a cada paciente. Una persona que se da. Un modesto obrero del espíritu.
Texto escrito por Virginia Gawel.